Hombres luz
El hombre para despertar lo mejor que lleva dentro necesita de otros hombres que le despierten lo que puede llegar a ser. ¿No necesitan acaso los leños de un fósforo? En el pasado se llamaba a estos parteros de individualidades recios modelos de vida. Yo prefiero llamarlos hombres luz: individuos que con su palabra y su ejemplo nos exigen sobrepasar nuestras inercias y mediocridades. Al ser más que nosotros nos empujan a ser mejores.
Así como toda cerilla requiere de una superficie adecuada para encenderse, el hombre requiere de hombres más grandes que él para echar lumbre. Lastimosamente, hoy vivimos el eclipse de los grandes hombres. Tal vez se deba a que hemos cambiado por cuarenta monedas de plata la literatura por la televisión y el (mal) cine. Desde ese momento gris, nuestras cabezas se han introducido en cavernas sombrías, porque nos ocultan entre mil sombras vanas aquél que podemos ser.
Por decirlo claro y rápido. Los modelos de hoy, Superman, Batman, Rambo, Terminator, Robocop... desplazaron a los de ayer, Jesucristo, Buda, San Francisco de Asís, Tolstoi, Goethe, Leonardo da Vinci, Sor Juana Inés de la Cruz, Franz Tamayo, Adela Zamudio... Por tanto, ¿qué hombres habremos de cosechar? La respuesta no se deja esperar: seres mediocres y sin verdadero calado interior. Hombres que son la sombra de quienes pudieron ser si se hubieran fijado detenidamente en algo más elevado.
Ideales medianos, hombres medios. Esta es la situación existencial que se presenta a principios de siglo. Vemos mudar los hombres águila que nos llevaban por las alturas y vemos surgir los hombres escarabajo que nos precipitan a la mediocridad. Desoladora constatación: la sociedad se ha convertido en una gigantesca fábrica de enanos. Y si lo son, es porque no aspiran a ser más. No hay mayor desgracia que un hombre contento consigo mismo: se resignó ser algo más grande.
Toda vida verdadera es encuentro, dijo Martín Buber. El hombre es una caña y un anzuelo, depende de qué tan lejos tire la caña, para lo que vaya a pescar y con lo que habrá de alimentarse. Hoy, hemos dejado la caña en la cesta de basura y pusimos nuestros ojos, con indolencia y sin lucidez, en la televisión. No cabe duda de que no hemos llegado a ser ni mejor ni peor que la quinta pared de los hogares modernos: nuestro más íntimo espejo.
Los hombres luz, mientras tanto, descendieron a sus tumbas, encontrando en el silencio mejor compañía que la nuestra. Están a nuestra espera, nos ofrecen trocar el kitsch en que hemos convertido nuestras vidas en una renaciente epopeya. ¿Pueden oír aún nuestros oídos? ¿Queda todavía un resto de espíritu en nosotros para escalar nuevas cumbres? ¿Hay auroras que esperan dormidas a renacer?
Es imperativo traer desde los mausoleos de la historia y rescatar desde la plataforma del presente la figura de grandes mujeres y hombres, no por su estatura física ni por sus ambiciones de poder; sino porque siendo iguales a nosotros son mejores que nosotros. Aquellos que se cruzaron por nuestros caminos y que en nuestra ceguera no alcanzamos a ver.
Así como toda cerilla requiere de una superficie adecuada para encenderse, el hombre requiere de hombres más grandes que él para echar lumbre. Lastimosamente, hoy vivimos el eclipse de los grandes hombres. Tal vez se deba a que hemos cambiado por cuarenta monedas de plata la literatura por la televisión y el (mal) cine. Desde ese momento gris, nuestras cabezas se han introducido en cavernas sombrías, porque nos ocultan entre mil sombras vanas aquél que podemos ser.
Por decirlo claro y rápido. Los modelos de hoy, Superman, Batman, Rambo, Terminator, Robocop... desplazaron a los de ayer, Jesucristo, Buda, San Francisco de Asís, Tolstoi, Goethe, Leonardo da Vinci, Sor Juana Inés de la Cruz, Franz Tamayo, Adela Zamudio... Por tanto, ¿qué hombres habremos de cosechar? La respuesta no se deja esperar: seres mediocres y sin verdadero calado interior. Hombres que son la sombra de quienes pudieron ser si se hubieran fijado detenidamente en algo más elevado.
Ideales medianos, hombres medios. Esta es la situación existencial que se presenta a principios de siglo. Vemos mudar los hombres águila que nos llevaban por las alturas y vemos surgir los hombres escarabajo que nos precipitan a la mediocridad. Desoladora constatación: la sociedad se ha convertido en una gigantesca fábrica de enanos. Y si lo son, es porque no aspiran a ser más. No hay mayor desgracia que un hombre contento consigo mismo: se resignó ser algo más grande.
Toda vida verdadera es encuentro, dijo Martín Buber. El hombre es una caña y un anzuelo, depende de qué tan lejos tire la caña, para lo que vaya a pescar y con lo que habrá de alimentarse. Hoy, hemos dejado la caña en la cesta de basura y pusimos nuestros ojos, con indolencia y sin lucidez, en la televisión. No cabe duda de que no hemos llegado a ser ni mejor ni peor que la quinta pared de los hogares modernos: nuestro más íntimo espejo.
Los hombres luz, mientras tanto, descendieron a sus tumbas, encontrando en el silencio mejor compañía que la nuestra. Están a nuestra espera, nos ofrecen trocar el kitsch en que hemos convertido nuestras vidas en una renaciente epopeya. ¿Pueden oír aún nuestros oídos? ¿Queda todavía un resto de espíritu en nosotros para escalar nuevas cumbres? ¿Hay auroras que esperan dormidas a renacer?
Es imperativo traer desde los mausoleos de la historia y rescatar desde la plataforma del presente la figura de grandes mujeres y hombres, no por su estatura física ni por sus ambiciones de poder; sino porque siendo iguales a nosotros son mejores que nosotros. Aquellos que se cruzaron por nuestros caminos y que en nuestra ceguera no alcanzamos a ver.
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