Fenomenología del tallarín
Ir desde la cama al living, con un plato de tallarines bien servido sobre la diestra. Dejar, como al descuido, que uno de estos caiga lentamente, sin desprenderse del plato, adhiriéndose con elegancia a una de las patas de la cama. Dibujar una danza domestica con los fantasmas de Husserl y Brentano, mientras el filamento de pasta prosigue su carrera entre la cama y el plato, envolviendo el imán en forma de manzana que adorna la puerta de la heladera y poniéndole bigotes a la presentadora que anuncia las noticias desde el viejo televisor NEC. Suspender el juicio ante el despliegue fenoménico del tallarín, que ya comienza a momificar a la abuela en su mecedora, después de haber hecho lo propio con el perro salchicha y la jaula de los canarios. Tejer, en suma, una intrincada telaraña de pasta (No prevista por Marco Polo a la hora de su importación gastronómica) que todo lo envuelva y que opere una extraña mimesis con esa otra red epistémica que une a seres objetos, y en la que navegan o naufragan nuestros sentidos…
Pintarnos el rostro para la guerra con restos de salsa y queso rallado, antes de quedar inmóviles como marionetas entre la maraña de tallarines.
Esperar sosegadamente, en riguroso silencio, la manifestación de la-cosa-en-si agazapada tras la masa omnipresente. Aguardar dos, tres, cuatro horas, hasta comenzar a sospechar que esencia alguna se esconde tras la profusión de apariencias. Descubrir, en un rayo de intuición, que los bultos adivinados bajo los tallarines (la abuela, el perro, la jaula de los canarios) no son en realidad más que ondulaciones casuales, fantasmagorías creadas por su caótica acumulación.
Gritar de horror o desesperación, gritar por calculada crueldad, mientras despedazamos con uñas y dientes la telaraña, sin encontrar nada debajo.
Sentarnos entre los restos del zarpazo gnoseológico, en el vació recién elevado; exhalar la histeria al tiempo que otra certeza aun más atroz nos invade: la del mundo como un páramo desolado, igualmente emboscado en su sistema de apariencias. Buscar, en un último gesto y hasta el fin de nuestros días, el improbable principio del tallarín.
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