Entierros
...rage, rage against the dying of the light
Dylan Thomas
Odio los entierros. Los odio aunque la muerte sea inevitable, esperada y sabida. Morir debería ser común, aceptado y ordinario, pero algo visceral y humano se rebela contra el final de la existencia, protesta contra la oscuridad, usa garras y dientes para aferrarse a un nuevo día, aún a través del más espantoso dolor.
La vida es natural; la muerte es antinatural. Choca, irrita, lastima y aterra. No la aceptamos. Por ello hay algo falso, fundamentalmente errado en querer maquillar la muerte, en nuestros entierros formales con el cadáver envuelto, cerrado para que no se presencie su deterioro; en los ataúdes brillantes con colchón de seda para cuerpos aterradoramente deshabitados. Hay algo falso en las frases hechas, en las palabras gastadas que hasta los más originales se ven obligados a utilizar. Lo siento, mis simpatías, sentido pésame, etc. ¿Sentido pésame? ¡Puah! Sin comprender su significado esas dos palabritas son utilizadas como comodín para enfrentar dolientes (y algunos secretamente festejantes), que deben enfrentar vidas irremediablemente alteradas, corazones destrozados, habitaciones o lechos súbitamente vacíos.
El entierro es un intento de ponerle un punto final ceremonioso a una etapa cerrada por sí misma. Para quien se murió, el tema es irrelevante y le da igual estar dentro de la tierra, en un nicho sobre el suelo o convertido en cenizas. Para quienes entierran, es un recordatorio de su propia mortalidad, un paso en el camino a sus propia tumba, otro hito en el camino hacia la nada, una apuesta ganada en el juego de la supervivencia.
Es falso, mentiroso, pero necesario. Desde tiempos inmemoriales, la disposición final de restos ha sido una forma de catarsis, de expresión del dolor, de pérdida o de expiación por el delito inconfesable de seguir viviendo. Era horrible, pero brotaba de una necesidad psíquica, anímica, casi cavernícola.
Los entierros de hoy son crecientemente falsos, gentilmente orquestados, tan acolchados como los cajones, pero nos estafan del derecho al dolor. Sanitizados, musicalizados, con dolientes tranquilizados y dopados, nos separan de la tragedia sin eliminarla. Cuando se contempla (cosa espantosa) el rostro difunto, se habla de paz, tranquilidad, sueño final. No se habla de pérdida, de la terrible ausencia, del nunca, nunca jamás. Hoy no es bien visto sollozar, mucho menos gritar de dolor. Al menor síntoma de llanto (histeria dicen los despavoridos espectadores), salen a luz las pastillas, y amigos o parientes se encargan de retirar al llorante hasta que recupere la compostura. En el rito formal, las emociones se ritualizan. Los amantes no tienen lugar, ni los resentimientos ni las iras. Hasta los celos y el delirio se entierran con el difunto.
Al acercarse el día de lo inevitable indescriptible en la niñez, horrendo a los treinta, tolerable a los setenta, contamos un rosario retroactivo de partidas: los conocidos, los amados, los amigos, los enemigos, los familiares, los íntimamente desconocidos. La charada se hace difícil y caminamos sobre un camino de huesos y cenizas, el difunto por delante, y los demás, que seguirán la misma ruta, por detrás. Es el momento en que ni con carros mortuorios blancos o cajones rosa hay disimulo: el momento en que enfrentamos la espantosa pregunta de cuándo nos llegará la hora, y de si alguien sentirá suficiente dolor como para romper el silencio y llorar como Dios manda.
Dylan Thomas
Odio los entierros. Los odio aunque la muerte sea inevitable, esperada y sabida. Morir debería ser común, aceptado y ordinario, pero algo visceral y humano se rebela contra el final de la existencia, protesta contra la oscuridad, usa garras y dientes para aferrarse a un nuevo día, aún a través del más espantoso dolor.
La vida es natural; la muerte es antinatural. Choca, irrita, lastima y aterra. No la aceptamos. Por ello hay algo falso, fundamentalmente errado en querer maquillar la muerte, en nuestros entierros formales con el cadáver envuelto, cerrado para que no se presencie su deterioro; en los ataúdes brillantes con colchón de seda para cuerpos aterradoramente deshabitados. Hay algo falso en las frases hechas, en las palabras gastadas que hasta los más originales se ven obligados a utilizar. Lo siento, mis simpatías, sentido pésame, etc. ¿Sentido pésame? ¡Puah! Sin comprender su significado esas dos palabritas son utilizadas como comodín para enfrentar dolientes (y algunos secretamente festejantes), que deben enfrentar vidas irremediablemente alteradas, corazones destrozados, habitaciones o lechos súbitamente vacíos.
El entierro es un intento de ponerle un punto final ceremonioso a una etapa cerrada por sí misma. Para quien se murió, el tema es irrelevante y le da igual estar dentro de la tierra, en un nicho sobre el suelo o convertido en cenizas. Para quienes entierran, es un recordatorio de su propia mortalidad, un paso en el camino a sus propia tumba, otro hito en el camino hacia la nada, una apuesta ganada en el juego de la supervivencia.
Es falso, mentiroso, pero necesario. Desde tiempos inmemoriales, la disposición final de restos ha sido una forma de catarsis, de expresión del dolor, de pérdida o de expiación por el delito inconfesable de seguir viviendo. Era horrible, pero brotaba de una necesidad psíquica, anímica, casi cavernícola.
Los entierros de hoy son crecientemente falsos, gentilmente orquestados, tan acolchados como los cajones, pero nos estafan del derecho al dolor. Sanitizados, musicalizados, con dolientes tranquilizados y dopados, nos separan de la tragedia sin eliminarla. Cuando se contempla (cosa espantosa) el rostro difunto, se habla de paz, tranquilidad, sueño final. No se habla de pérdida, de la terrible ausencia, del nunca, nunca jamás. Hoy no es bien visto sollozar, mucho menos gritar de dolor. Al menor síntoma de llanto (histeria dicen los despavoridos espectadores), salen a luz las pastillas, y amigos o parientes se encargan de retirar al llorante hasta que recupere la compostura. En el rito formal, las emociones se ritualizan. Los amantes no tienen lugar, ni los resentimientos ni las iras. Hasta los celos y el delirio se entierran con el difunto.
Al acercarse el día de lo inevitable indescriptible en la niñez, horrendo a los treinta, tolerable a los setenta, contamos un rosario retroactivo de partidas: los conocidos, los amados, los amigos, los enemigos, los familiares, los íntimamente desconocidos. La charada se hace difícil y caminamos sobre un camino de huesos y cenizas, el difunto por delante, y los demás, que seguirán la misma ruta, por detrás. Es el momento en que ni con carros mortuorios blancos o cajones rosa hay disimulo: el momento en que enfrentamos la espantosa pregunta de cuándo nos llegará la hora, y de si alguien sentirá suficiente dolor como para romper el silencio y llorar como Dios manda.
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