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Cosas raras del fútbol

Cosas raras del fútbol

Un símbolo poderoso, un asunto misterioso: no se sabe por qué, aunque no faltan teorías, pero el hecho es que en el mundo de nuestro tiempo, mucha gente encuentra en el fútbol el único espacio de identidad en el que se reconoce y el único en el que de veras cree.

Sea como sea, por los motivos que sea, la dignidad colectiva tiene mucho que ver con el viaje de una pelota que anda por los caminos del aire. Y no me refiero sólo a la comunión que el hincha celebra con su club cada domingo desde las tribunas del estadio, sino también, y sobre todo, al juego jugado en los potreros, en los campitos, en las playas, en los pocos espacios públicos todavía no devorados por la urbanización enloquecida.

Enrique Pichon-Rivière, siquiatra argentino, amoroso estudioso del dolor humano, había comprobado la eficacia del fútbol como terapia de las patologías derivadas del desprecio y de la soledad. Este deporte compartido, que se disfruta en equipo, contiene una energía que mucho puede ayudar a que aprendan a quererse los despreciados y a que se salven de la soledad los que parecen condenados a incomunicación perpetua.

Es muy reveladora, en este sentido, la experiencia en Australia y en Nueva Zelanda. Allí, las lenguas nativas no conocían la palabra “suicidio”, por la sencilla razón de que el suicidio no existía en la población aborigen. Al cabo de algunos siglos de racismo y marginación, la violenta irrupción de la sociedad de consumo y sus implacables valores han logrado que los indígenas elijan ahorcarse. En estos últimos años, sus niños y jóvenes han registrado los índices de suicidios más altos del mundo.

Ante ese panorama aterrador, de tan profundas raíces, de raíces tan rotas, no hay fórmulas mágicas de curación. Pero por algo coinciden los testimonios de la linda gente que trabaja contra la muerte. Son sorprendentes los resultados de esta terapia capaz de devolver los perdidos sentimientos de pertenencia y fraternidad: el deporte, y sobre todo el fútbol, es uno de los pocos lugares que brindan refugio a quienes no encuentran lugar en el mundo, y mucho contribuye al restablecimiento de los lazos solidarios rotos por la cultura del desvínculo que hoy por hoy manda en Australia, en Nueva Zelanda y en el mundo.

No es un milagro químico. Están dopados por el entusiasmo y la alegría. Mejor dicho: dopadas. Los once jugadores de cada equipo son mucho más que once. Mejor dicho: las once jugadoras. En ellos, juega un gentío. Mejor dicho: en ellas. Estos son rituales de afirmación de los humillados. Mejor dicho: las humilladas.

Poquito a poco, el fútbol de las mujeres ha ido ganando un espacio en los medios dedicados a la difusión de ese deporte de machos para machos, que no sabe qué hacer con esta imprevista invasión de tantas señoras y señoritas. A nivel profesional, el desarrollo del fútbol femenino encuentra, hoy por hoy, cierta resonancia. Pero no encuentra eco ninguno, o despierta ecos enemigos, en el juego que se practica por el puro placer de jugar.

En Nigeria, la selección femenina es un orgullo nacional. Disputa los primeros lugares en el mundo. Pero en el norte musulmán los hombres se oponen, porque el fútbol invita a las doncellas a la depravación. Pero terminan por aceptarlo, porque el fútbol es un pecado que puede otorgar fama y salvar a la familia de la pobreza. Si no fuera por el oro que promete el fútbol profesional, los padres prohibirían esas ropas indecentes impuestas por un satánico deporte que deja a las mujeres estériles, por lesión de juego o castigo de Alá.

En Zanzíbar y en Sudán, los hermanos varones, custodios del honor de la familia, castigan con palizas esta loca manía de sus hermanas que se creen hombres capaces de patear una pelota y que cometen el sacrilegio de descubrir el cuerpo. El fútbol, cosa de machos, niega a las mujeres campos de entrenamiento y de juego. Los hombres se niegan a jugar contra las mujeres. Por respeto a la tradición religiosa, dicen. Puede ser. Además, ocurre que cada vez que juegan, pierden.


"The real killers on the field are Aymara women ’de pollera,’ who wear the long, multilayered skirts that characterize Aymara women’s dress." (All photos copyright © 2004 Susan Ellison) (Vía The Global Game)

En Bolivia, al otro lado del mar, no hay problema. Las mujeres juegan al fútbol, en los pueblos del altiplano, sin desnudar sus numerosas polleras. Se meten encima una camiseta de colores y ahí nomás se ponen a hacer goles. Cada partido es una fiesta. El fútbol es un espacio de libertad abierto a las mujeres llenas de hijos, abrumadas por el trabajo esclavo en la tierra y los telares, sometidas a las frecuentes palizas de sus maridos borrachos.

Juegan descalzas. Cada equipo triunfante recibe de premio una oveja. El equipo derrotado, también. Estas mujeres silenciosas ríen a las carcajadas todo a lo largo del partido y después siguen muriéndose de la risa todo a lo largo del banquete. Festejan juntas, vencedoras y vencidas. Ningún hombre se atreve a meter la nariz.

De los escritos olvidados de Eduardo Galeano.

La imagen gracias al negro Fontanarrosa.

Hoy juega Brasil. Gano Ecuador, Argentina y Mexico. Paraguay Desentono pero de seguro clasifica a Octavos.

4 comentarios

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