La pesadilla nuclear
Los dos aviones comerciales que se estrellaron contra las Torres Gemelas de Nueva York constituyeron el paradigma de lo sorprendente. No era necesario esperar al 11-S para descubrir la existencia del terrorismo, ni la naturaleza de este fenómeno político y social. Pero el excepcional despliegue de los medios de comunicación de toda índole llegó a hacernos creer que ese día descubríamos algo realmente nuevo que iba a cambiar el mundo.
El horror tiende a cegar. Y es horror lo que nos llega día a día desde muchas partes del mundo. Las terribles imágenes de la escuela secuestrada en Osetia del Norte, con los niños escapando semidesnu-dos, se mezclan con la vieja fotografía de la niña vietnamita que huía del napalm estadounidense o los asustados niños madrileños sobre los que caían las bombas de los bombarderos alemanes e italianos que participaron en la Guerra Civil española. Por mucha que sea la indignación que provoca la barbarie perpetrada en la escuela en Beslán, no conviene olvidar que también había niños en las escuelas de Hiroshima, Nagasaki, Dresde o Coventry cuando sobre ellas llovió el fuego arrasador de la guerra.
A pesar del diluvio diario de hechos estremecedores que nos abruma, es preciso tener presentes algunas realidades que persisten en toda su peligrosidad. Parece como si se hubiera corrido un tupido velo sobre la continuada existencia de los arsenales nucleares. Desde las grandes y medianas potencias que los poseen, el miedo público se desvía hacia la posibilidad de que algunas armas de ese tipo puedan llegar a manos de grupos terroristas y ser utilizadas contra los países desarrollados.
La realidad es que esas armas están ya en disposición de ser utilizadas por los Ejércitos de los países que las poseen. No se ha renunciado a ellas; incluso en EEUU se siguen proyectando armas nucleares de potencia reducida y, por tanto, de más verosímil utilización.
Se ha asumido, muy a la ligera, que siendo EEUU la única superpotencia militar, el riesgo de enfrentamiento nuclear había desaparecido del planeta al concluir la Guerra Fría. Pero no es así. Rusia y China poseen armas nucleares. Los arsenales rusos podrían destruir gran parte de la Tierra. Existen armas nucleares en disposición de ser utilizadas en Francia y el Reino Unido, Israel, India y Pakistán. También en Corea del Norte, aunque en menor cantidad. Pero es casi seguro que gracias a ellas este país ha logrado disuadir a la única superpotencia mundial de iniciar contra él una aventura militar como la de Iraq.
No hay en este momento motivos de enfrentamiento entre las potencias nucleares. Pero ¿podría ignorarse el hecho nuclear si las relaciones de EEUU con Rusia o China bordeasen una crisis importante? En esas circunstancias, la unipolaridad empezaría a ponerse en tela de juicio, las armas nucleares cobrarían de nuevo su doble valor simbólico y real y el mundo se vería abocado a atravesar momentos tan críticos como la crisis de los misiles en Cuba, en 1962.
Cuando se observa la brutalidad con la que Putin se enfrenta al independentismo checheno, exacerbando sus sangrientas respuestas, o la ligereza e irresponsabilidad con la que Bush ha abordado lo que él considera una guerra universal contra el terrorismo; cuando se intuye la ciega determinación de Sharon para triturar al pueblo palestino, hay sospechas más que fundadas para temer que el recurso a las armas nucleares es una opción nunca descartada por quienes siguen creyendo que la fuerza de las armas es la que da la razón. La suprema razón, por tanto, estaría respaldada por la suprema fuerza de las armas más devastadoras concebidas por la humanidad.
Sería deseable que la reciente obsesión por el terrorismo no cegase a los gobernantes hasta hacerles olvidar que todavía algunos poseen la capacidad de destruir el planeta. Y que nunca es tarde para que en esa caja de resonancia de la humanidad que es la Asamblea General de Naciones Unidas, se escuchen las voces resueltas de quienes exigen iniciar ya el desarme real de todos los países provistos de armamento nuclear.
Sería el mejor modo de frenar esa tendencia a la proliferación nuclear que tanto asusta a los ya armados, quienes con su sola presencia la están fomentando.
El horror tiende a cegar. Y es horror lo que nos llega día a día desde muchas partes del mundo. Las terribles imágenes de la escuela secuestrada en Osetia del Norte, con los niños escapando semidesnu-dos, se mezclan con la vieja fotografía de la niña vietnamita que huía del napalm estadounidense o los asustados niños madrileños sobre los que caían las bombas de los bombarderos alemanes e italianos que participaron en la Guerra Civil española. Por mucha que sea la indignación que provoca la barbarie perpetrada en la escuela en Beslán, no conviene olvidar que también había niños en las escuelas de Hiroshima, Nagasaki, Dresde o Coventry cuando sobre ellas llovió el fuego arrasador de la guerra.
A pesar del diluvio diario de hechos estremecedores que nos abruma, es preciso tener presentes algunas realidades que persisten en toda su peligrosidad. Parece como si se hubiera corrido un tupido velo sobre la continuada existencia de los arsenales nucleares. Desde las grandes y medianas potencias que los poseen, el miedo público se desvía hacia la posibilidad de que algunas armas de ese tipo puedan llegar a manos de grupos terroristas y ser utilizadas contra los países desarrollados.
La realidad es que esas armas están ya en disposición de ser utilizadas por los Ejércitos de los países que las poseen. No se ha renunciado a ellas; incluso en EEUU se siguen proyectando armas nucleares de potencia reducida y, por tanto, de más verosímil utilización.
Se ha asumido, muy a la ligera, que siendo EEUU la única superpotencia militar, el riesgo de enfrentamiento nuclear había desaparecido del planeta al concluir la Guerra Fría. Pero no es así. Rusia y China poseen armas nucleares. Los arsenales rusos podrían destruir gran parte de la Tierra. Existen armas nucleares en disposición de ser utilizadas en Francia y el Reino Unido, Israel, India y Pakistán. También en Corea del Norte, aunque en menor cantidad. Pero es casi seguro que gracias a ellas este país ha logrado disuadir a la única superpotencia mundial de iniciar contra él una aventura militar como la de Iraq.
No hay en este momento motivos de enfrentamiento entre las potencias nucleares. Pero ¿podría ignorarse el hecho nuclear si las relaciones de EEUU con Rusia o China bordeasen una crisis importante? En esas circunstancias, la unipolaridad empezaría a ponerse en tela de juicio, las armas nucleares cobrarían de nuevo su doble valor simbólico y real y el mundo se vería abocado a atravesar momentos tan críticos como la crisis de los misiles en Cuba, en 1962.
Cuando se observa la brutalidad con la que Putin se enfrenta al independentismo checheno, exacerbando sus sangrientas respuestas, o la ligereza e irresponsabilidad con la que Bush ha abordado lo que él considera una guerra universal contra el terrorismo; cuando se intuye la ciega determinación de Sharon para triturar al pueblo palestino, hay sospechas más que fundadas para temer que el recurso a las armas nucleares es una opción nunca descartada por quienes siguen creyendo que la fuerza de las armas es la que da la razón. La suprema razón, por tanto, estaría respaldada por la suprema fuerza de las armas más devastadoras concebidas por la humanidad.
Sería deseable que la reciente obsesión por el terrorismo no cegase a los gobernantes hasta hacerles olvidar que todavía algunos poseen la capacidad de destruir el planeta. Y que nunca es tarde para que en esa caja de resonancia de la humanidad que es la Asamblea General de Naciones Unidas, se escuchen las voces resueltas de quienes exigen iniciar ya el desarme real de todos los países provistos de armamento nuclear.
Sería el mejor modo de frenar esa tendencia a la proliferación nuclear que tanto asusta a los ya armados, quienes con su sola presencia la están fomentando.
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